Se miraron. No hicieron falta palabras. Los ojos lo decían todo. El odio era compartido. La absurda existencia hacia que todo fuera más fácil. Para que estaba ahí si no era para hacerlo. Para que estaba ahí, en ese mismo momento. En ese mismo lugar. Hasta la respiración era un compas de hechos. Hasta el pecho se inflaba al mismo tiempo.
El tic tac del reloj nos erizaba la piel. Éramos uno. En ese momento, en ese instante, ella y yo éramos una sola persona. Estábamos unidos por el simple deseo de hacerlo. Aquí. Ahora. Era desesperación. Era ver rojo. Era ver negro. Era ver esa sola cosa.
El corazón latía con más fuerza, más liviano, más rápido. Lo podía escuchar. Nos podíamos escuchar mutuamente. La adrenalina se nos escapaba por los poros. El hedor de la ira era algo absolutamente palpable. Sentí que me desgarraba yo. Sentí que se desgarraba ella. Nos desgarrábamos ante la posibilidad de hacerlo, ante las ganas.
Vivimos en un mundo de reglas. Un mundo de imposiciones que no controlamos. Vestite de cual o tal manera. No mires. No hables. No susurres. No engañes. No hagas mal. No. No. No. Y en ese momento el no era una palabra que no existía en nuestro vocabulario. Ella lo sabía. Yo lo sabía. Estábamos a punto de irnos al infierno, estábamos a punto de romper las reglas de todo orden establecido. Y no nos importó.
No hicieron falta palabras. Nunca hicieron falta palabras con ella. Y menos en este momento. Las palabras están sobrevaluadas. Para que existen las palabras si están los ojos. Para que existen las palabras si existe el aire silencioso. Las palabras era lo que menos necesitábamos en ese momento. Necesitábamos acciones. Ya. Ahí. Ahora.
Me acerqué muy despacio. Creo que hasta floté. O ella flotó hacia mí porque nos encontramos en la mitad. En el medio. Éramos más que dos. Éramos la unidad indivisible.
Miramos juntos hacia abajo y ahí estaba. Nosotros nos habíamos movido. El objeto inanimado estaba en el mismo lugar que hacía unos minutos. Como la distancia podía ser tan corta y a la vez tan larga. Como un objeto tan vulgar podría ser tan pesado y tan siniestro. Y al mismo tiempo para nosotros era la respuesta a todo. A esa impaciencia, a esa acumulación de mierda a través de tanto tiempo. Nos sentíamos desechos ante lo que nuestros seres estaban a punto de hacer. Condenados desde el momento en que nos vimos. Estábamos malditos desde el instante que deseamos hacerlo.
¿Qué más podíamos hacer? ¿Qué otra opción nos quedaba? Si no lo hacíamos íbamos a arrepentirnos el resto de nuestras vidas. Yo lo sabía. Ella lo sabía. Nunca emitió sonido. Pero ella sabía que yo sabía.
Así que lo hicimos. En ese momento nos excomulgamos de la sociedad. De la vida. De los seres.
Así que en ese momento agarramos el cuchillo al mismo momento. Sincronizados como las agujas del reloj de pared que colgaba. Sincronizados como nunca antes nadie lo estuvo.
Así que con la fuerza de gravedad sobre nuestros hombros tomamos el cuchillo y se lo clavamos.