Lo primero que sentí fue el olor. Era esa mezcla de alcohol, Pervinox, Lisoform, un olor a muy limpio, tanto que me hizo picar la nariz. Tenía los párpados pesados, pegados, llenos de lagañas y me costaba horrores hacer fuerza. Creo que fue más la voluntad y la curiosidad por saber que estaba pasando lo que hizo que pudiera entreabrir los ojos y moverme.
Al principio todo estaba nublado, como esas mañanas de otoño donde el rocío y las nubes bajas hacen una mezcla implacable, creando a su vez una neblina que apenas te deja ver lo que hay más adelante.
La luz me encandilaba y junto con la mixtura que creaba la bruma del ensueño, me era imposible saber dónde estaba y por qué estaba acostada en esta cama.
Desistí unos minutos en intentar reconocer el lugar para darle tiempo a mi cerebro, que se acomodara a la nueva situación, esa de estar despierta. El dolor de cabeza me hacía imposible pensar. Cada vez que trataba de formar una oración o un pensamiento coherente, una puntada en la sien se hacía presente para recordarme que algo no estaba bien. Quise recordar. Quise saber. Pero no pude.
Esta vez los sentidos me ayudaron un poco más. Primero dejé que el oído se hiciera cargo, que los ruidos se asentaran en mi conciencia, en mi cuerpo. Los metales golpeando unos con otros y la pulcritud del lugar, me dieron una idea más clara. Le permití al olfato que hiciera una recorrida por olores conocidos para que me permitieran reconocer el lugar. El tacto me dijo que las sábanas eran nuevas, o algo por el estilo. Eran acartonadas, duras. Me raspaban la espalda a cada intento de movimiento. La vista fue la más dificultosa, el sentido que se negaba ayudarme. Sabía que estaba ahí. Sabía que tenía los ojos. Pero no los podía abrir. Traté de seguir averiguando más de este lugar donde me encontraba.
A veces las voces eran cercanas, otras lejanas, pero aun así podía escuchar algunas conversaciones, quejidos, insultos y amenazas que involucraban torturas e incluían objetos extraños dentro del cuerpo, ordenes que obligaban a seguir determinados esquemas.
Esta vez traté de ser un poco más valiente y forzarme a abrir por completo los ojos de una vez por todas, asi de repente, como si fuera la cinta que te ponen después de que te van a sacar sangre, que si la despegas de un tirón suele doler un poco menos o cuando sentís esa adrenalina al saber que la cera caliente va a ser removida repentinamente de tu cuerpo y no te queda otra más que aceptar el dolor y animarse a hacerlo.
La luz que tenía la culpa de mi ceguera era un tubo fluorescente, esos que de vez en cuando parpadean con un guiño cómplice, como sabiendo algo que vos no sabes. Las paredes blancas impolutas, estériles, encandilaban quizás más que el tubo. Lo único que rompía con la monotonía del lugar era una tv prehistórica, casi sin botones, de catorce pulgadas que colgaba de un fierro de la pared. Las imágenes lluviosas, llenas de puntos, no dejaban ver correctamente lo que se mostraba, solo se distinguía formas y a decir verdad no entendía cual era el propósito de tener imágenes en un lugar donde claramente la gente no podía ver.
Mediante mi inspección trataba de entender por qué estaba ahí. Hice el intento de volver atrás en mi memoria y lo último que podía recordar era haber puteado con fuerzas al colectivo porque no había parado. Esa manía loca que tenemos los seres humanos de no resignarnos a perder algo y correr y correr para alcanzarlo, me había hecho correr casi media cuadra para alcanzar un colectivo que claramente no quería ser alcanzado, o quizás no fue el colectivo, quizás fue el chofer que no quiso que lo alcance. Tenía ganas de explicarle que iba a llegar tarde al trabajo una vez más, que mi jefe me venía llamando la atención constantemente con el tema del horario. Pero el colectivero no me dio la oportunidad. No dejó que le explique. Recordaba el vacío que sentí cuando lo vi alejarse. Y me sentí ninguneada una vez más. Primero mi jefe, después mi ex novio y ahora el colectivero. Lo último que recuerdo haber pensado fue “¿que más me puede pasar?”
Claramente uno nunca tiene que hacerse esa pregunta, porque siempre hay algo más. Este lugar donde me encontraba era la prueba vívida.
Traté de mover la cabeza hacia un costado para averiguar otras cosas.
A mi lado tenía un compañero de habitación. Compañero por decirlo de alguna manera, ya que le salían tubos por la boca, era bastante desagradable. Su respiración era demasiado perfecta para ser normal, era muy mecánica. Estaba cubierto por cables, los ruidos constantes me indicaban que algo controlaba los signos vitales. Solo podía ver uno de sus brazos, ya que el cuerpo estaba escondido por una sábana, que tenía una cicatriz que iba desde el hombro hasta la muñeca. Me llamó mucho la atención. Era muy parecida, si no era igual, a la del hombre que estaba delante mío en la parada del 343. Ese hombre que miraba constantemente hacia atrás. Ese hombre que hacía ademanes de irse, pero se quedaba.
Quise desviar mi atención para otro lugar. La imagen que daba el señor de al lado era totalmente perturbadora y más que mirar a otra persona, quería mirarme a mí misma.
La mesita de luz que acompañaba mi cama tenía un ramo de flores un poco marchitas. Daban la impresión de que estaban ahí hacia tiempo. Al lado estaba una tarjeta genérica con un mensaje igualmente genérico deseando buenos augurios.
Quise tomar la cuchara que estaba al lado de la tarjeta. Se me había ocurrido la loca idea que podría reflejarme allí y ver el estado de mi cara. Pero el primer intento fue terrible. Un dolor agudo me invadió el brazo. Manchas negras mostraban que algo feo había pasado y que por esa situación mis extremidades sufrían.
Si algo hay algo destacable en mí, es que jamás me di por vencida, y este momento no iba a ser la excepción. Intenté de nuevo, y a pesar del dolor logré alcanzar la cuchara y reflejarme.
¿Cómo puedo explicar con palabras lo que vi?
Eso no era yo. No podía ser yo. Era imposible que la imagen que me devolvía esa diminuta cuchara fuera yo.
¿Se acuerdan de Quasimodo, el dibujito de El jorobado de Notre Dame? Bueno, así estaba yo. Mis pómulos eran increíblemente gigantes y ahora entendía el porqué de los previos intentos fallidos al querer abrir los ojos. El párpado derecho quintuplicaba el tamaño normal y un color entre berenjena y azul lo cubría. Cortes. Cortes en las mejillas, en la frente, en el mentón. Sangre seca. La nariz tenía lo que parecían ser puntos de sutura. Cualquiera podría pensar que se trataba del monstruo del Doctor Victor Frankenstein
Vislumbre una sombra y mi corazón se aceleró. Traté de construir una idea. Traté de construir una oración, y cuando estaba segura de lo que iba a decir, mi voz me traicionó. Mis cuerdas vocales me jugaron una mala pasada y no me dejaron gritar. En realidad no me dejaron siquiera emitir sonido. ¿Acaso también mi habilidad del habla se había perdido?
¿Cómo podía ser posible? ¿Cómo podía ser esto que me estaba pasando? La cara desfigurada, la imposibilidad de moverme libremente, mis ojos completamente deformados, restos de hilos colgando en mi nariz. ¿Y ahora esto? ¿También mi voz? Me sentía desahuciada. Estaba sola. Deformada. Sin voz. ¿Qué había sido de mi?
Necesitaba saber. Quería saber. ¿Qué era lo que había pasado? ¿Porque estaba ahí? ¿Porque mi cara estaba totalmente desfigurada? ¿Porque los dolores me estaban atormentando? ¿Quién fue? ¿Qué fue?
Las voces que anteriormente amenazaban con pinchazos, ahora se escuchaban con más claridad, sabía que se acercaban para mi lado y los ecos de esos pasos eran promesas de futuras respuestas y necesitaba tener esas respuestas. ¿Pero cómo iba a hacer para obtenerlas si la única herramienta para preguntar no estaba funcionando? Debía haber alguna solución para esto, otra forma para hacerme escuchar.
Tenía una idea bastante segura de donde me encontraba, a decir verdad sabía donde estaba, solo me faltaba saber por qué estaba acá, por qué el hombre de la izquierda me resultaba tan familiar y por qué la palabra “cuidado” hacía eco en mi memoria…