Son las ocho de la noche y el bendito colectivo no viene, encima hace tanto frío. Me miro las manos. Se pueden ver las venas y ese tinte azul. Me es difícil moverlas y justo hoy me traje la campera sin bolsillos. Cuento autos, taxis, colectivos de todas las líneas, menos de la que yo tengo que tomar. Dejé de fumar, así que no puedo prender un pucho para que venga el bondi.
La plaza está serena, la poca gente que hay va y viene; igualmente mucho tampoco se puede ver. Los pibes que se juntan en la esquina de Perdriel rompieron unos cuantos faroles y algunas partes de la plaza están más oscuras que otras.
A lo lejos, algo me llama la atención. Cuando llegué no los vi, parece que recién aparecieron, como si la niebla los hubiera puesto ahí. Dos hombres: uno parece que le van a crecer alas y va a salir volando por como revolea las manos para todos lados. Aparenta estar muy enojado. No le puedo ver la cara porque justo está en la parte más oscura del parquecito. El otro tipo, el más petiso, mira alrededor, como chequeando que no venga nadie inesperado.
El más alto se quiere ir, el petiso no lo deja. Uh, casi casi. El petiso le agarró el brazo para que se quede y el alto le tiro un manotazo que no llegó a destino.
A lo lejos alguien viene y el chiquito se asusta. Ahora quiere irse él. No se anima del todo. Desde acá me imagino que deben estar peleando por una mina, como el Maxi López y el Mauro Icardi. Seguramente que la mina no es tan linda como la Wanda.
El chiquito se movió a un costado y puedo verle la cara. La palidez es extrema. Los ojos saltones le quedan grandes en la cara y la desproporción de la nariz y la boca hacen que no pueda dejar de mirarlo.
Como si sintiera que mis pupilas están sobre él, se da vuelta y me mira fijo. Siento un puñal en la sien. Debe ser eso que la Marta siempre dice: “Cuando te ojean lo sentís en la cabeza”.
Aprovecho el momento para hacerme la distraída y ver si viene el colectivo. Luces blancas, verdes, naranjas, pero ninguna es roja. Sigo sin tener suerte. Miro el reloj nuevamente y me cuenta que sólo pasaron 10 minutos, a mí me parecieron una eternidad.
Miro de nuevo hacia el banco donde los vi por primera vez. Larguirucho (el más alto) saca algo del bolsillo y se lo quiere dar. Es un paquete bastante grande y no distingo si alguno de los dos tiene un bolso o una mochila. Me pregunto de dónde lo habrá sacado. Peti no lo acepta, mueve los brazos con vehemencia, la cabeza de un lado a otro, en gesto de negativa. Pone las manos atrás de la espalda y se niega más fervientemente.
El pigmeo se levanta y se va. Apuradísimo. Claramente no quiere correr. Debe tener miedo que la gente lo note.
Me doy vuelta para ver la cola de gente esperando y veo que nadie le prestó atención. Cada uno está en la suya. Teléfonos, música, chat, nadie se dio cuenta de que a unos 50 metros dos personas sospechosas están discutiendo acaloradamente.
Largui se apura, le quiere tomar las manos y obligarlo a que se quede. Lo agarra del cuello y lo vuelve a llevar al banco donde todo empezó. Agarra de nuevo el paquete y lo pone en las manos del chiquito. Éste no lo quiere.
Ahora veo que es el tipo alto el que está del lado del farol: pelo grasiento, largo, con ropa rasgada. Una bota manga del jean que está usando es más larga que la otra y la remera tiene una inscripción en inglés: “Wish”. A diferencia del bajito, este tipo tuvo más suerte en la repartición de genes y de no ser por algunas marcas podría ser modelo. Rostro angular, ojos turquesa y una armonía que parece perfecta.
El petiso intenta escapar nuevamente y esta vez no es sigiloso. Ojos desorbitados emprende la retirada sin ningún tipo de sigilo. El alto se da cuenta de lo que pasa. Un paso, dos pasos y toma envión para perseguirlo, cosa que queda trunca cuando una piedra le juega una mala pasada. Sale despedido como una bala en un salto que parece en cámara lenta y es ahí cuando escucho un grito ahogado. Miro para atrás y veo que todos siguen igual: teléfonos, música, chat. La del grito ahogado fui yo.
En medio del salto, un pedazo de madera sale volando de la bota manga larga del jean, y me doy cuenta de que en realidad es una pierna falsa. El pibe está desolado. El paquete olvidado en el banco y una cara desencajada llena de desesperación, tratando, en vano, de volver a poner en su lugar la pata de madera.
Estoy en una encrucijada. No sé si ayudarlo o hacer como si no viera nada. Tengo miedo de que la pelea no sea por una Wanda cualquiera. ¿Y si se trata de mafia? ¿Y si es la droga de los pibes de la esquina?
A lo lejos veo que viene mi colectivo. Justo ahora. No sé si dejarlo pasar y ver cómo termina. Ver que es del larguirucho, de la pata de palo y la cara de ensueño.
Miro el reloj: ocho y media.
Agarro la sube, me subo al 252, le pido al chofer uno de cuatro pesos y me voy al fondo.
Mientras espero que los demás pasajeros suban, lo veo al alto. Sentado en medio de la tierra y el pasto. Solo. Desolado. El petizo se escondió detrás de un árbol. Lo mira sin saber qué hacer.
El colectivero pone en marcha el Mercedes Benz y yo observo anonadada. Quisiera saber qué habrá pasado entre esos dos.