Hukmanta millayta rimay

Ese año decidieron hacer algo diferente. Estaban hartos de las vacaciones de verano de siempre, los cientos de miles de personas en todos lados, colas para comer, para tomar, para tirarse en la arena. Se suponía que las vacaciones eran para descansar, no para estresarse más.

Así fue que ese año pospusieron su típica semana de la amistad y en vez de irse en febrero, las guardaron para agosto.

El destino elegido fue la provincia de Córdoba.

Una cabaña en medio del bosque de Santa Rosa de Calamuchita. Un lago cerca. Agua clara. Los pájaros de día. El silencio de noche.

Y allá fueron los seis amigos divididos en dos autos. Diego, Federico y José en uno y Juan, Claudio y Joaquín en el otro.

Por cuestiones laborales, los muchachos pudieron salir a las 13 hs del viernes, decretando oficialmente la semana de vacaciones.

La ruta estaba concurrida. Había bastantes autos en el camino y la ida se les hizo un poco tediosa.

En el estéreo del auto sonaban clásicos de los 80s. Algunos bailables, para gritar a todo pulmón. Otros más bajoneros, de esos que dejaban todo en retrospección.

Como siempre, sincronizaban las listas de Spotify, para escuchar todos todo al mismo tiempo. Se enviaban mensajes de WhatsApp por si alguno quería saltar la canción por motivos personales. Era ley que si a alguno de ellos no le gustaba la canción que sonaba, se salteaba.

Entre risas, música, tedio y bastantes embotellamientos, llegaron a las 21hs a la cabaña.

Se habían esmerado muchísimo en buscarla. Que no estuviera ni lejos ni cerca del centro, que no tuviera casas aledañas. Que tuviera al menos tres habitaciones y más de un baño, que la cocina estuviera separada y que el living fuera muy espacioso.

La madera crujía cuando llegaron. Cada paso que hacían era recompensado por chirridos que se quejaban de los inquilinos. Los cuartos estaban en la planta alta, así que allí fueron a dejar sus cosas.

Equiparon la heladera con la bebida y la comida traída en los baúles y se dispusieron a preparar la cena.

Esta vez sonaba una lista de música diferente. La cumbia del León Santafesino rompía con los acordes de los temas de los Rolling y de los Beatles, mientras se escabullía en los minutos alguna que otra canción de Luis Miguel.

La noche y la madrugada pasaron sin sobresaltos. Se fueron a las habitaciones, se dijeron los adioses pertinentes a la noche y pasaron al descanso.

Al otro día, entre mates y cafés, decidieron ir a investigar los alrededores y visitar una carnicería para el asado del mediodía.

Nuevamente todo sin sobresaltos. Pájaros, árboles, pastizales, cargadas, futbol, microcharlas, lo normal.

A eso de las 18 del sábado, los amigos decidieron entrar a la casa porque el rocío ya estaba cayendo, lo mismo que el sol. Prendieron el hogar del living con las maderas que habían juntado y entre vermuts y fernet decidieron recalentar las sobras del mediodía.

A las 19:30 José se adentró en la cocina. Se dispuso a sacar el asado de la heladera para meterlo en el horno y darle un poco de calor. Todo estaba tranquilo hasta que se escuchó un grito agudo, como si alguien se hubiera enterado que la Copa América la hubiese ganado Brasil.

Claudio y Juan corrieron hacia la cocina para ver que había pasado. Era muy posible que José hubiera sufrido una quemadura y era conocido por no tomarse los accidentes muy bien. Pero la escena que se encontraron era otra.

José estaba parado rígido frente a la pared. La cabeza miraba hacia arriba, dura, impávida, inmóvil. Cuando Juan le preguntó que estaba pasando, José se volteó muy despacio, no tranquilo, sino con una parsimonia temeraria, aún con la cabeza mirando hacia arriba. Los ojos blancos, vacíos, carente de pupilas o color, mientras de a poco se comenzaba a observar un temblequeo en los brazos, que también estaban duros al costado del cuerpo, con los puños cerrados. Cuando estuvo frente a ellos, José comenzó a hablar:

Prupiu warmi wañuura, iskai wambrasi kidá, sapalla kari. Nispaka ianukurkasi kikinlla, wambrakunata kuidangapa. Ianui saikugmanda, warmisi maská, kasarangapa, “Wambrakunata kuidai aiudawachu” nispa. Chi warmika manasi karka nigpika bwinu.

José seguía recitando, mirando hacia arriba, hablando en un idioma que ninguno de los dos conocía. El timbre de voz poco a poco se fue elevando cada vez más, hasta llegar a gritar:

Iapa minguadu warmisi karka. Trabajangá kusa riura, wambrakunallawasi kidadur karka mama ningandi. Nispaka, kusa chaiaura, wambrakunataka pichupi apiwa abintaspaka, kusapaka apartisi churadur karka mikudu.

La madera rechinó, pero no de los gritos de José, sino por los pasos de los demás que llegaban para ver que era todo ese quilombo.

La escena dantesca los paró en seco a los tres.

Poco a poco, mientras José seguía recitando a los gritos, su piel se volvió más oscura. Los ojos comenzaron a tomar un color negro azabache y a achinárseles.

Wambrajimkunaka taitandi chaiaura, iarkaimandasi kawanakudur karka taitandita. Chiuraka tapunsi: “¿˜Nachu karapuangi wambrakunata?” Mama ningandi ninsi: “Timpumi karanikunata”.

Y de repente la cabaña empezó a temblar. Temblar como un corazón. Se escuchaba el tun tun tun del bombeo de la sangre.

Chiura, taitandi mikui puchukaspa, kutisi ri batia rurangapa. Wambrakuna iarkaimandasi wakanakudur karka, prupiu mamandimanda iuiarís. Chiuraka uchpawasi abintá, “Ama killachiwanakuichi” nispa.

Y la voz de José retumbaba en las paredes de madera, con una acústica que muchos estadios envidiarían.

Chiuraka massi wakankuna. Chisima taitandi chaiaura, kutisi iarkaimanda simi paskanakurka.

Y las maderas del techo se retorcían. Y la piel era oscura y las manos se abrían y se cerraban y en el idioma inteligible se sentía algo. Miedo algunos, fantasía otros y una desesperación por crear una ronda alrededor de José.

Chiura sug kaiandi chapansi warmita. ‘¿Sutipachu karapuadur wambrakunata?’ Upalla utkumanda kawakuura, sutipasi: “Mikuichi” nispa, atun kucharawa pichullapisi tallí. Wakankunasi.

Y cuando todo parecía estallar se escuchó el reloj que daba las 21 y todo paró.

Así como empezó, terminó.

La piel de José poco a poco se tornó el oliva normal, los ojos volvieron a ser marrones y con vista enfocada y la cabeza volvió a su posición habitual.

Los cinco estaban alrededor de José. Tomándose de las manos, sonrisas en las caras dibujadas a la fuerza.

Se miraron entre ellos. Mezcla de intriga, terror y emoción. Estuvieron así unos largos momentos, absorbiendo los hechos, sin preguntar, sin derramar un sonido. Y como si tuvieran poderes psíquicos, los seis subieron a las habitaciones, armaron los bolsos, dejaron más o menos decente la cabaña, se subieron a los autos, y arrancaron el viaje a casa anticipadamente.

La vuelta fue en silencio. Sin música. Sin playlist. Sin mensajes en el celular. Solo la desesperación de volver.

José estaba sentado solo en la parte de atrás del auto, mirando hacia afuera y murmurando: hukmanta millayta rimay, Hukmanta millayta rimay, Hukmanta millayta rimay, Hukmanta millayta rimay, Hukmanta millayta rimay.

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