Cuento de Oasis

La redondés de su cuerpo y el cielo negro. Las estrellas sobre la piel y el brillante que encandilaba. Todo pasaba y se iba, algo así como la marea, algo así como los vaivenes del mar sin calma.

Se apreciaba la solidez de los gustos, el alma desterrada y la dulzura de los besos sin forma, sin espera y sin dolor.

Todo estaba ahí reflejado en la ternura de lo que iba a ser solo una vez y nunca más sería. Sin prisa y sin calma. Con desesperación y con ganas.

Todo quedaba ahí, en el misterio de lo que iba a hacer esa vez, sin nombres, sin rostros, sin voz. Para que no quedara nada más que ellos en la llanura de la arena de vidrio. Para que no quedara nada. Para que fuera solo eso. Para que fuera solo esto.

La expresión de caras desfiguradas y las vueltas de la vida sin rueda, la calesita eterna de ese misterio que lo configura sin marcar y ellos acá.

Se escuchan sonidos. Salen de las bocas. Salen de los poros. La extrañeza del conocimiento. El reconocer todo y al mismo tiempo la nada. Porque siempre aparece la conjunción todo/nada que marca los comienzos de la era de ellos.

Estuvieron tan solos que cuando se encontraron no supieron que que hacer y como invertir las palabras que revolucionaban el entorno.

En ese instante que importaba si los llevaban, si se quedaban o que sucedía. Tan perdidos que trataron de encerrarse en la mente del otro, preguntando continuamente «que estas pensando» y tratando de no mentir en el intento.

Fueron eso y más y todo y siempre y en la pantalla titilaba la espera contante del otro para saber «como estas» sin siquiera preguntar.

Quizás fue el hecho de no saber que hacer con lo que tenían en las manos que decidieron no hacer. Directamente fue la mejor opción ante el mundo que los rodeaba.

Se escaparon en palabras bellas y oraciones cortas. Desaparecieron de la realidad tomando todo a su paso y sin pedir permiso, porque el mundo era eso, no pedir y tomar.

El cuerpo redondo y corto. El pelo enrulado en las manos de él. Ella acariciando lo negro de las pupilas y absorbiendo el azabache de su pelo lacio. Ojos hundidos y con expresión entera y los por qué circulando en todas las direcciones.

Hacen todo lo que los demás desean. Juegan a encontrar el equilibrio y después se desmorona.

Cae de repente. Envuelta en las sábanas y traspirada. Alguna que otra lágrima aparece en el sur de las facciones y se sienta vertical. Se queda ahí. Unos instantes inmobil. Manos en el suelo de madera balsa. Pies desnudos e indefensos. Sin tan solo volviera a suceder lo que pasó.

A veces, los únicos oasis, son los que en realidad no existen.

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