Un día me levanté medio cansada, el cuerpo no me respondía, no había dormido bien y no tenía muchas ganas de hablar. Tuve que ir a trabajar igual, porque el alquiler lo pagaba yo.
Esa tarde llegué a casa, igual o más cansada, no tenía ganas de cocinar, no tenía ganas de hablar. El teléfono de casa sonaba, no tenía ganas de atender. En el celular el whatsapp estaba a full, mis amigas planeando alguna salida, no tenía ganas de responder. Así que me tiré en la cama.
Traté de dormir. Todo el sueño y el cansancio que tenía desapareció en el momento que apoyé la cabeza en la almohada.
Agarré uno de los libros que tenía juntando polvo en la biblioteca. Con cada página que leía el sueño se iba un poco más. El verde del radio reloj marcaba las tres de la mañana. Sabía que tenía que cerrar el libro, pero no tenía sueño. Así que seguí. El sueño vino recién a las seis de la mañana. El despertador sonó a las siete y media. Otro día de cansancio. Otro día de no querer hablar.
Esa tarde de nuevo llegué a casa cansada. Con ganas de dormir. Apagué las luces. Pasé por la cocina, tomé agua y me fui a acostar. Cerré los ojos y nada. El cansancio me había abandonado de nuevo. Lo que no me había abandonado eran los pensamientos recurrentes. Todo de nuevo. Repasando cada cosa otra vez. Y la cabeza que no paraba.
De nuevo me decidí por otro de los libros. Una de la madrugada. Dos. Tres. Finalmente terminé el libro y sonó el despertador. Siete y media. Arriba. El trabajo, el cansancio, las ganas de no pensar, las ganas de no hablar. Cansancio confundido por mal humor.
Otra jornada de no poder dormir.
Uno, dos, tres. Para cuando terminé la semana habían sido seis libros leídos en siete días.
Llegó el fin de semana. Planes, procesos, proyectos. Nada interesaba. Opté por mis libros y por mi silencio. Opté por llorar en paz y sin escuchar reclamos. Las ganas de no hablar se acrecentaron, de la misma manera que se acrecentó mi melancolía y mi insomnio.
Ojeras, falta de sueño, mucho sueño, mucho cansancio. Así pasaron las semanas.
Por los meses consiguientes el piyama se transformó en la fija. Mi cama tomó mi forma. Mis libros se transformaron en mi mundo. Para que salir. Para que hablar. Mi cabeza hablaba por mi y por todas las personas que intentaban alcanzarme. No necesitaba discursos. No necesitaba planes o proyectos o deseos. Estaban todos en alguna parte donde no podían alcanzarse. Ya se había diagramado el esquema.
Trabajo, casa, cama, soledad, cansancio, insomnio y pensar y pensar y pensar y no parar.
Un día llegué a mi departamento y me encontré con un grupo de personas. En mi casa había personas. Me miraban fijo. Por alguna razón sentí que las conocía. Los conocía. Me hablaban pero no escuchaba. Sonido blanco, bloqueo de sonido, movimiento de bocas y un total desconocimiento a la situación.
De alguna forma llegué a otro lugar. Flotando o en moto o en auto o vaya a saber uno como. En el lugar una señora me habló y me dijo que estaba enferma. «No estoy enferma, estoy triste» le dije muy bajo. Creo que me escuchó porque me dijo «Tu tristeza es una enfermedad». Me contó que la tristeza, el llanto y el desgano llevaban al insomnio. Me prometió que iba a poder dormir. Le pregunté si iba a poder leer libros, que necesitaba leer libros, que necesitaba no pensar. Me dijo que tenía que pensar, que solo pensando iba a dejar de estar triste. Le pregunté si iba a poder respirar. Me respondió con otra pregunta y le expliqué: «A veces cuando estoy en el trabajo o en el colectivo o con gente dejo de respirar no me llega aire a los pulmones y siento que me voy a morir siento que si no respiro me voy a morir y no va a quedar nada siento que se me para el corazón pero al mismo tiempo se acelera y quiero llorar y gritar pero al mismo tiempo quiero mi cama y quiero estar sola y no quiero hablar y el aire no me entra el aire no entra en los pulmones no pasa por la garganta no pasa el aire y siento que me desmayo y que me voy a morir y el corazón late muy fuerte y se va a parar y no va a pasar nada y no va a haber nada.»
La señora me dio muchos tarritos con cosas. Pastillas dijo. A la persona que estaba al lado mio le explico algo que anotaron en un papel. Me dieron un bolso y me llevaron a otra casa que no era la mía. Y dormí. Dormí uno. Dormí dos. Dormí tres días seguidos. Y cuando me desperté todavía estaba cansada. Y quería seguir durmiendo. La pastilla del día me despertaba. La pastilla de la tarde me hacía mirar un punto. La pastilla de la noche me hacía dormir. «Ma, quiero mis libros» le dije un día. «Ma, quiero mi casa». «Ma, quiero mi vida». «No podes todavía, tenes que ponerte bien».
No se cuanto tiempo pasó de la rutina de la señora, las pastillas y el sueño.
Por fuera reía. Iba, venía, contestaba y hablaba lo justo y necesario para que pensaran que todo iba bien. Interactuaba. Con el tiempo volví a escuchar música. Con el tiempo volví a leer y a escribir. Siempre haciendo un personaje, un animal de Pavlov. Sonrisa, libro. Palabra, película. Salida, libro.
Un día me dijeron que me podía ir con mis libros. Que podía volver a mi radio reloj. Que podía volver a mi vida.
Si tan solo fuera tan fácil…