Preparaciones, antesalas y otras yerbas

Dicen por ahí que una persona se enamora pocas veces en la vida. Yo no creo que sea así. Uno se enamora tantas veces como lo desea. De alguien que vio en el bondi, alguien que pasa por la calle, quizás alguien que trabaja en el supermercado. Podría llegar a decir que son enamoramientos pasajeros o «crush», pero no por eso menos reales.

Lo que si me atrevería a aseverar, es que todos los enamoramientos son distintos y conforme vamos creciendo y madurando, el amor va cambiando de forma, de sentir, las necesidades no son las mismas, al igual que los deseos.

Mi primer «Crush» (con subtitulo sería «flechazo») fue cuando tenía 6 años. Era un compañerito del jardín y juramos que nos íbamos a querer toda la vida (de más esta decir que ni siquiera recuerdo el nombre… solo me acuerdo que tenía unos ojos negros gigantes y pelo largo).

Mi segundo crush, fue cuanto tenía nueve años. Era un pibe del barrio, bastante mayor que yo, hijo del mecánico. Yo andaba por ahí, corriendo y jugando a la mancha, jugando al fútbol y las bolitas con los amigos del barrio, mientras el trabajaba con el padre. Nunca supo que me gustaba.

Mi tercer crush, como suele pasar muchas veces, fue un amigo del barrio. Yo tenía 14, él 17. Pasamos por tantas cosas… idas y vueltas, la muerte de mi mejor amigo, tratar de superarlo como podíamos… Al fin y al cabo crecimos de formas diferentes. Fue un verano intenso. Alegre y a la vez el peor de toda mi vida…

El siguiente fue cuando tenía 18. Conocí a un director de cine, 10 años mayor que yo, que me dio vuelta. Me llenó de información que me sirvió para el resto de mi vida.

A donde voy con todo esto? Que siempre tenemos unos cuantos «crushs» en nuestro haber, y creo que sirven para un momento específico de la vida: prepararnos para nuestro primer gran amor.

Mi primer gran amor llegó tarde (o no…). Yo tenía 18 años, era una pendeja nacida y criada en San Martín. Primaria y secundaria en el barrio, boliches del barrio, Soul Train, Pio, Chankanab. Amigas en San Martín. Estaba en una etapa de búsqueda constante. La búsqueda de todo. Y así fue como en una de esas búsquedas nos encontramos.

Por aquellos años, aun no existía ni Tinder ni Happn ni ninguna aplicación. Así que en un foro de Metal, donde los «raritos» nos juntábamos, lo conocí a Diego.

Fueron dos meses de mails, dos meses de llamadas telefónicas, dos meses de conocerse y a la vez no. Poemas, canciones, cartas cibernéticas y mucha intriga.

Un día decidimos que todo lo que flotaba en el aire debía hacerse realidad, así que decidimos encontrarnos en el medio. El del sur de la provincia, yo del norte, por lo tanto Retiro fue la opción más segura. Lo único que sabíamos el uno del otro no nos iba a permitir reconocernos, así que dijimos que los dos íbamos a estar vestidos de negro (nada raro para mi).

Bajé del tren, con millones de mariposas en la panza, nerviosa, intrigada, maravillada y con miedo por lo que podría pasar. Caminé por el anden, despacio, mirando todo a mi alrededor. No solo era la primera vez que iba a ver a Diego, sino que era la primera vez que iba a Retiro, con todo lo que eso implicaba. Las palomas, la arquitectura, la gente caminando desesperadamente, chocando hombros, gente tirada en el piso con ropa desgarrada, colas en los andenes, esa impaciencia de los pasajeros por bajar o subir primero, los guardas, los boletos… todo era tan ajeno, tan nuevo, mientras miraba asombrada.

Cuando bajé del anden, en el molinete, me esperaba el chancho para mirar mi boleto. Estaba ahí a unos pasos nada más. En nuestra ansiedad de vernos, Diego y yo habíamos olvidado mencionar donde íbamos a estar o donde buscarnos, por lo tanto caminé la terminal, estudiándolo todo, y cuando menos los esperé, divise a alguien, vestido de negro, con anteojos negros, con un sobretodo y la manos en los bolsillos. Estaba mirando hacia abajo, a sus pies. Me quedé inmóvil. Por alguna razón rara, por alguna corazonada, supe que era él. Lo supe antes que levantara la mirada, sacara una mano de los bolsillos, saludara y se sacara los anteojos.

Flaco, estatura promedio, morocho, pelo corto y unos ojos negros achinados que helaban y hervían la sangre al mismo tiempo. Lo supe, nuevamente lo supe todo. Se movió la tierra, se abrió el cielo y me perdí. Y lo supe. En ese momento supe que estaba perdida, que no había vuelta atrás. Que la nena había dejado de serlo, que el círculo incompleto se había cerrado y que la de antes jamás iba a volver. Fue como si de repente todo hubiera tenido sentido en el aire, en las cosas, en la tierra.

Me acerque, lo saludé con la mano, totalmente ida, sin saber lo que estaba pasando, lo que me estaba pasando y esbocé un tímido «hola». Nos quedamos mirando hacia abajo un rato, viendo nuestros pies, con la imposibilidad de mirarnos a los ojos. Después de un largo silencio, decidimos ir a la plaza. Nos sentamos en el pasto y así comenzó la primera de nuestras largas charlas. Música, cine, filosofía, libros, mitología, suicidio, política, religión. Todo estaba permitido.

Cuando abrí los ojos de nuevo, ya era de noche. Todavía vivía con mis viejos y según mi papá, mientras viviera bajo su techo, había reglas que tenía que respetar.

Ofrecí acompañarlo al subte, para robar unos minutos más. Nos sentamos en un costado, aprovechando unos asientos, y nos quedamos mirándonos a los ojos. Absorbiendo todo, callando los ruidos de las vías, los vagones, la gente. Todo era ruido blanco. Y ahí, en la terminal de Retiro del subte C, nos dimos nuestro primer beso. No puedo ser objetiva. No puedo decir si fue malo o bueno. En realidad si puedo decirlo. Fue maravilloso.

Así empezamos nuestro noviazgo. Así empezamos a descubrir cosas juntos. Aprendí tanto pero tanto de él. Me enseñó cosas buenas y cosas malas. De la misma manera que yo, con mi inexperiencia, con mi ingenuidad y con mi poco conocimiento, le enseñé cosas. La realidad fue que hicimos lo que pudimos con lo que teníamos, con lo que habíamos aprendido. Descubrimos cosas juntos, fuimos a recitales, conocí Cemento, cosas que me helaron la sangre, cosas que me hicieron llorar y que me hicieron más fuerte.

No reniego de lo malo, al contrario, lo atesoro porque de eso también aprendí.

Hoy, muchos años después, tengo la posibilidad de analizar y entender que fue lo mejor que nos puedo haber pasado. Conocernos y también separarnos. Crecimos juntos, pero a destiempo. Crecimos juntos pero para diferentes lados.

Vuelvo a aseverar, que nuestros enamoramientos espontáneos y la gente conocida y a la vez olvidada, nos van preparando para algo más grande. Llamalo amor, viaje, carrera o alguna superación personal.

Cada cachetazo, cada desilusión, cada caída, cada fondo del pozo, esta estrictamente preparado para que la subida sea más fuerte.

Recuerdo decir, hablando con una amiga, cuando las cosas habían terminado definitivamente «creo que jamás me voy a volver a enamorar».

Nunca me volví a enamorar así nuevamente. A decir verdad, uno nunca se enamora igual que la vez anterior. Supongo que el primer amor es una experiencia, como la palabra lo indica, única.

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